Idiogenesia:crítica de la razón del menor |
La frase "una pareja de lesbianas" ya prefigura una buena
historia. Nos habla del delirio hiperintegrado, conformista y furiosamente negador de los
desviados neuróticos y correctos: el apareamiento, la estabilidad afectiva y sexual. Los
homosexuales no quieren solamente vivir juntos. Quieren casarse. Su unión estará
sancionada por Dios y el Estado, y bendecida por papá y por mamá. Respetarán la
tradición patriarcal de la visión sexual del trabajo: él trabaja y provee y ella se ocupa de las
cuestiones domésticas. Parece anularlos una furia correctiva que busca redimir a la
homosexualidad en la empecinada negación del promiscuo, la loca, el dandy, el travesti
prostituto, el mutante pansexual, figuras circenses de contramodernidad. Eso, esa
pareja infértil, siempre bajo sospecha, ya no quiere problemas con la autoridad. Eso
se portará bien, será bueno. Más que bueno, será dócil, será correcto. Necesita
purificarse en el mito de un amor romántico, pacífico y espiritual, después de tanto
cuerpo y tanto pecado. Necesita respirar el aire posconciliar de una gran matriz familiar,
al fin blanca y tolerante, que lo acepta, lo reabsorbe y ¿por qué no? lo quiere. |
Entendamos rápidamente por minoría a todo grupo social con un comportamiento del tipo endorreflexivo-reivindicativo, y bautizado y justificado por una marca 1 que funciona como carácter recesivo frente a otro dominante al que se opone. Carencia es, obviamente, una palabra clave para entender la arquitectura y el funcionamiento de la noción de minoría. Pero la propia minoría se quiere organizar alrededor de una constitución que la niega o la ennoblece. Que transforma el rien à dire de la falta en una positividad llena de teoría, de discurso, de terapia, de autoconocimiento. Es una operación mágica: se pone una plenitud allí donde había un vacío. Ya no carencia sino identidad. Ya no la aparente corrección cívica, eufemística y reverencial de "no oyentes" o "no videntes", sino la brutal corrección política de "sordos" o "ciegos".En "lesbianas sordas" aparece una tercera marca: la sordera. Junto a las dos anteriores (que son, obviamente, mujer + homosexual i.e. lesbiana) forman un diagrama inclusivo de cajas chinas. Cuanto menos integrantes más pedigree, cuanto más pequeño es el conjunto más refinada la pureza y sólida la pertenencia. La minoría se va estrangulando en una especie de aristocracia recesiva: mujer, mujer homosexual, mujer homosexual sorda. [Podrían también haber sido negras o árabes, por lo que el diagrama se vería así: mujer - mujer árabe (o negra) - mujer árabe homosexual - mujer árabe homosexual sorda.] Teorema uno. Acerca de la constitución de la minoría. La constitución de una minoría podría ser pensada de acuerdo a un movimiento en dos tiempos a partir del tema clásico del estigma de Goffman. Primer paso: el estigma se transforma en identidad. Segundo paso: la identidad se transforma en pedigree. Me quiero extender un poco en el primer paso, ya que su generalidad lo hace tan básico para comprender la historia moderna de occidente como trivial para comprender la "historia posmoderna" de las minorías. Lo que podríamos llamar Segunda Modernidad o modernidad civil 2 comienza cuando el estigma o la marca (la torcedura, la desviación, el exceso) empiezan a ser tratados como identidad. Comienza la era de la creación de sujetos y de la gran utopía de lo político: el nacimiento del Estado político moderno y su contracara, la sociedad civil. Es un movimiento que se percibe ya con absoluta nitidez en el siglo XIX (aunque ha comenzado, presumiblemente, a partir de la segunda mitad del XVII). Su discurso-emblema es el psicoanálisis3, teoricidad que plantea resueltamente el problema de la hermenéutica del yo como nuevo procedimiento y nuevo discurso del poder-gobierno o poder político (relevo del poder-autoridad o poder militar). Hay que hacer hablar - dejar hablar al otro, hay que transformar el rasgo patológico (marca) en rasgo identitario: todos estamos enfermos por el lado del alma, todos debemos reflexionar sobre nuestra enfermedad, todos debemos saber que nuestra enfermedad es transferencial (representación). Es la gran faena del Estado político moderno: interpretar e interpelar, producir identidad y crear sujetos.El segundo paso (la identidad se transforma en pedigree) es una instancia pueril pero es únicamente dentro de ella que la minoría se fabrica a la manera de una corporación, pequeño paraíso comunitario endogámico que conducirá, es inevitable, a la gran apoteosis final de la minusvalía. |
La parte más previsible del delirio gay de hipercorrección cívica (a saber: tener hijos 4) está asistida por los sueños de la razón, por los sueños más pesados de la racionalidad de occidente, y de una de las formas más groseras de esa racionalidad: la médica.Algo grave ha ocurrido. Antes comprendíamos el mundo: teníamos
hipótesis de intelección y robustos sistemas teóricos. La gran pregunta filosófica de
occidente era Por qué, una pregunta noble hecha por la curiosidad sana de un buen
Espíritu proyectándose en progreso esa curiosidad se llamaba epistemofilia. Bien:
esa bella mañana moderna se terminó. Ahora acumulamos conocimiento en las formas más
fofas del capital tecnológico: manipulamos todo y podemos fabricar eventualmente todo. Ya
llegamos al Saber Absoluto. Ya sabemos todo, pero, ay, nos aburrimos tanto. La pregunta ya
no es Por qué sino Por qué no, una pregunta perversa hecha ya no por el
Espíritu Moderno sino por un duende travieso y desagradable que quiere pasar al acto,
afectado por el spleen de la omnipotencia. ¿Por qué no usar nuestros
conocimientos como los sabios de Tlön? Tenemos genes, tornillos, cadáveres ¿por qué
no construir al antropoide de Frankenstein? Podemos manipular huevos, matrices y
embriones ¿por qué no embarazar a un hombre? ¿por qué no embarazar a una
mujer sin que intervenga el varón? ¿y por qué no hacerlo, ya que estamos, por
una buena causa, por una causa sagrada? |
Antes que nada, quiero responder a un par de preguntas. ¿Qué criterio sigue la construcción de esta comunidad?¿Se trata de una minoría sorda o, por así decirlo, de una minoría lesbiana? En el orden de la producción de discursos (de identidades, de interpelaciones, de terapias) no es lo mismo ser sordo que ser mujer o (mejor) que ser homosexual. La sordera no habla. Asunto básicamente médico, la sordera le pertenece al cuerpo (anatomo-patológico), es decir, a la máquina (lógica mecánica de contacto). La sordera es objeto: es tratable, pensable por la cirugía, que es la racionalidad última del pensamiento médico (intervención directa sobre el cuerpo para extraer al objeto enfermo o malo). Es, incluso, signo: semiología clínica, diagnóstico. Pero nunca es discurso. No interactúa, no reflexiona sobre sí misma. No genera conflictos ni proviene de un poder que la invente como conflicto. La sordera no tiene una voz y por tanto no constituye un sujeto. Está excluída de la gran tópica civil de la identidad y, por tanto, de la gran ciudad moderna: no es un problema político sino médico-militar. Pero es precisamente ella, la sordera, la tercera marca con toda su pasividad ideológica, la que viene a desencadenar los hechos ya que la de las tres marcas minoritarias que definen al grupo de las lesbianas sordas (mujer + homosexual + sorda), la única que se puede reproducir genéticamente es la sordera. Con una voz política que viene evidentemente de otra parte, la sordera ya no se quiere deficiencia, discapacidad o minusvalía, sino diferencia, identidad o minoría. Es una versión grotesca del Vorstellung de Marx. Casi con seguridad una subordinación similar le ocurre a femenino frente a homosexual. Lesbiana, expresión marcada con respecto a femenino, es la categoría que pauta con frecuencia el ritmo contemporáneo de la lucha feminista. La minoría sexual suele ser la forma misma de toda minoría, el modelo de todo discurso y de todo comportamiento minoritario. Para el caso, se me antoja que aquello que ha disparado la locura de la producción eugenésica de sordos está muy cerca de la sensibilidad exacerbada aunque muy educada (o mejor, muy trabajada) de cierta discursividad lesbiana: reivindicativa, militante, llena de un orgullo reactivo y rencoroso.
La anécdota fundacional es previsible en todo sentido. Habla de la identidad como asunto, preocupación y conflicto (un conflicto desplazado, volcado masivamente sobre la máquina y el cuerpo: la sordera). Habla de la celebración de una identidad y de una cultura y del carácter invariablemente mórbido y rencoroso de esa celebración. Habla vagamente de ciertos mitos antropológicos, o mejor, etológicos, como la grandeza de la soledad, el desamparo de la manada y de la ternura de su comunión en un ambiente hostil (más adelante veremos que esto es fundamental), pero siempre termina por hablar del resentimiento razonable disparador del fuerte sentimiento de pertenencia y de pedigree. Minusvalía, plusvalía ¿Es únicamente el juego imaginario del grupo el orgullo, la identidad, la cultura o el sentido de la pertenencia lo que explica o justifica la existencia de la comunidad idiogénica? No, de creer lo que dice Sharon Duchesneau:
De ser esto así, menos que en una ideología, una metafísica, una
estética o un cuerpo doctrinario o totémico, la comunidad idiogénica parece
construírse sobre los réditos, los beneficios económicos y las facilidades
legislativas. Las minorías se instalan y prosperan, es razonable, en una cultura de la
culpa: una cultura legislativa, o mejor, reguladora, que se quiere el contrapeso
reparatorio de los errores, las torceduras, y, en suma, de toda la inocente crueldad de la
naturaleza y su motor darwiniano. Por otra parte, cierto día esa misma cultura comienza a
estar en condiciones técnicas de tramitar sus experimentos eugénicos10 y puede jugar a producir y a
reproducir laboratorialmente aquello que la legislación, funcionando como una especie de
incubadora, ya amparaba y estimulaba. Desde ese día, aquello que el propio Dios descuida
tiene un éxito genético asegurado. Luego inventaremos, ex post facto, las razones
que justifiquen y le den poesía y nobleza a la decisión, pero en realidad sucede,
pobremente, que tenemos hijos sordos porque hay beneficios sociales que lo hacen más
barato que tener hijos oyentes. Se parece a la anécdota, mencionada por algún novelista,
de un señor hindú que había cortado la pierna de su hijo para que la mendicidad
resultara más redituable.
Cuando una cultura ya no ofrece nada por qué pelear, nada por qué
convocar a la lucha, nada que defender, entonces puede crear (por qué no) lo que
va a defender y defender lo que va a crear. Aparecen la minoría, la singularidad, y su
gran apoteosis final: la idiogenesia. Es que hay una energía civil que no sabe en qué
gastarse. La energía de una clase educada en un discreto deseo de lucha y de
resistencia (o por lo menos en una simpatía por la lucha y la resistencia), sin que haya
algo por lo que valga la pena luchar o algo contra qué resistir. Hay una clase que se
aburre. Ni su creación (la comunidad idiogénica de sordos) ni la defensa de su creación12 le pertenecen a la historia
de la liberación o la resistencia palabras tan francesas y gauchistes,
tan llenas de la nobleza épica de la filosofía crítica, y tan llenas, al fin, de luchas
reales. No le pertenecen a la gloriosa historia de la lucha de los oprimidos. Le
pertenecen, tristemente, a la historia del aburrimiento civil en el mundo desarrollado. Crítica de la razón del menor Era fácil, no hace mucho tiempo, simpatizar con el concepto de
minoría. ¿Cómo no vivir con cierta expectativa, y con cierto furor si se quiere, el
tema de los saberes menores, de lo subordinado y lo subalterno, de los pensamientos
débiles, y todo ese horizonte de asuntos que comenzaba, allá por los 80, a funcionar
como una especie de discreta reserva de utopías? Quizá, antes que nada, porque
queríamos creer que, al ponerse en escena como una lucha en condiciones desventajosas
contra un gran poder normalizador y estigmatizante, la minoría nos mostraba el camino
valiente de la indocilidad. Pero también, y sobre todo, porque queríamos creer que al
mostrar su habilidad para hacer visible al poder y para señalar su funcionamiento
cotidiano, microscópico y silencioso, la minoría se planteaba como una lucha cuya
eficacia se mide menos por la valentía con los que se enfrenta a un poder gigantesco, que
por la inteligencia con la que se enfrenta a un poder escurridizo, omnímodo y difícil de
detectar. Así, quizá, nos enamoraba al mostrarnos no el camino heroico de la indocilidad
sino su camino correcto, la rebeldía en su estrategia justa. En definitiva,
porque un poco aturdidos (y hasta atemorizados, los más sensibles) por el monumentalismo
en bloque de la épica revolucionaria y su megalomanía de marcha militar, nos dejábamos
seducir menos por la utopía de las minorías que por la discreción de esa
utopía. Quizá podríamos mencionar, por último, una razón de carácter más bien
intelectual: la minoría se planteaba como subjetividad, no en tanto asunto
filosófico (el Sujeto) sino en tanto punzante positividad discursiva (identidad,
diferencia o pedigree) provista de un gran empuje crítico local contra lo que había
allí antes: la Carencia o la Falta fundando el reino uniforme y universal del Sujeto
Trascendente. Minoría quería decir ya no deseo de carencia sino diferencia
o identidad.
La minoría se apoya en la gran mitología de las formas biológicas o zoológicas de la ternura. Veamos. La angustia y el desamparo del individuo (discriminación: ni mi papá es mi verdadera familia). El alivio de agruparse, de reunirse con pares y semejantes, de hacer manada (he encontrado a mi verdadera familia). Un segundo desamparo: el de la manada en medio del territorio hostil (oyentes: el gran grupo hegemómico no marcado: todo lo que no es familia o manada). La contrafigura de este nuevo desamparo: la comunión de la manada (identidad, orgullo, una misma "forma de vida"), maná fusionante necesariamente dulce, delicado y tierno doblemente tierno, a decir verdad, dada la agresividad brutal del entorno. A la manada la une un lazo cohesión infinitamente más fuerte que el pacto familiar. El lazo es empático y extático. Es magia contagiosa, objeto milagroseado, orgullo alrededor de un objeto. El lazo es el fundamento del fundamentalismo. Por lo regular ahí su fuerza está hecho de resentimiento y rencor (es que he sido negado, abandonado y rechazado por los míos). Más verdadera que la verdadera familia, la manada no es una condena genética o un mero accidente sanguíneo: es una alianza, una brotherhood o una sorority, es el nuevo cuerpo que yo elijo y que me elige, después de que el viejo cuerpo me ha rechazado. La manada no se obtiene por generación como la familia, sino por contagio como los vampiros. En esta contradicción se dibuja toda la ingenuidad del delirio y el sueño de la comunidad ideogénica Duchesneau-McCullough: síntesis conjuntiva final entre familia y manada, entre generación y contagio, entre casta y alianza.
Teorema dos. Acerca del origen militar de la
minoría. El discurso etológico del militar había concebido al otro como cosa,
animal o grupo de animales. Había fabricado un universo habitado solamente por otros-cosas
o por otros-animales. El otro toma ese discurso (en el sentido militar de la
palabra). Lo pliega y lo invagina en grandes mitos correctivos para crear un discurso
suplementario, invertido, un imposible discurso de manada. A través de ese discurso de
manada el otro obtiene un esquema de sí mismo, se organiza y se defiende. Es justamente
esta operación de reterritorialización del discurso etológico-militar lo que construye
a la minoría, al poner un plus donde había un estigma, al inventar la comunión,
la noción de orgullo o de pedigree. Pero la minoría no es, con
respecto al poder panóptico, una otra cosa; la minoría no está fuera del
universo militar: es su antimateria, es decir, una materia reactiva, cautiva de ese
universo y destinada a verificar su lógica. |
NOTAS
1. Doy a "marca" el sentido que esa palabra tiene en la frase
"expresiones marcadas", pero también, es inevitable, el sentido de estigma.
2. Opongo una primera modernidad, o modernidad militar, cultura netamente
visual nacida de las grandes empresas militares-comerciales y los grandes viajes (siglo
XVI, conquista de América, técnicas de representación-medición, instrumentos ópticos,
mapas, representación planar del espacio, pintura de caballete, etc.), a la segunda
modernidad, o modernidad civil, cultura político-educativa, de la
representación, la razonabilidad, la instalación de los juegos contractuales y
legislativos entre el Estado y la sociedad civil (siglo XVIII, revoluciones políticas,
auge del intelectual jurídico, periodismo, etc.). Ver Núñez, S. "Paranoia",
en Gil, D. y Núñez, S. ¿Por qué me has abandonado? Montevideo, Ed. Trilce,
2002.
3. La Psicopatología de la vida cotidiana y La interpretación de los sueños
podrían ser considerados de los más brillantes tratados de gobierno de la modernidad.
4. Cuando las parejas de celebrities (Mia Farrow, Woody Allen, Tom Cruise, Nicole
Kidman) son arrasadas por la fiebre de adoptar niños ¿cómo no pensar en mascotas, en
animales domésticos, en lo animal inferior edipizado y familiarizado en suma, civilizado?
Tenemos animalitos caros y extravagantes: niños. Niños coreanos, niños serbios,
niños hindúes, niños afganos. Son graciosos, inteligentes, fáciles de humanizar. [Se
entiende que quiero situarme al margen de toda evaluación ética del asunto.]
5. La tecnología, obviamente, no es culposa ya que tiene que ver con el
abastecimiento de un mercado, de un apetito, de un deseo. Lo es la legislación, la
discursividad o la teoricidad que la sostiene.
6. "Sordos por decisión materna". El Pais de Madrid, 9 de abril, 2002.
El episodio ocurrió en Washington e involucró a una pareja de graduadas universitarias
(Sharon Duchesneau y Candace McCullough) que ya tuvieron dos hijos usando este
procedimiento de filtrado: una niña, Jehanne, de cinco años, y un niño, Gauvin,
de cinco meses.
7. La polémica acerca de si debo interpretar la sordera como identidad o como
discapacidad (y para el caso hay buenas razones para pensar que, en este contexto, identidad
o cultura es menos peculiaridad que don, motivo de orgullo, algo que
defender), apenas si resulta anecdóticamente interesante. Por ejemplo, a Nancy Rarus,
presidenta de la Asociación de Sordos de USA, le resulta disparatada la creación de la
sordera, pero admite que es razonable que una pareja de sordos desee un hijo sordo, etc.
Estos fatigosos litigios nunca me ayudarían a decidir, en el momento de definir y
caracterizar la acción de la producción asistida de la sordera, entre el uso de la
palabra eugenesia o el de disgenesia. Eugenesia, el mejoramiento de
una raza o especie por asistencia genética, es el sueño moderno: produce en la cadena
recta del perfeccionamiento, maneja con sabiduría la vigorosa ecuación de la secuencia
progresiva, traza la parábola ascendente hacia la utopía, el hombre nuevo o el Saber
Absoluto. Disgenesia, voz médica para denominar malformaciones y desarrollos
defectuosos, es la pesadilla moderna (teratogenesia, palabra bastante fuerte, es un
término que se le asocia): o bien es la contrautopía de las mutaciones, lugar infernal
de razas inferiores y torcidas, o bien la violenta locura del accidente saltando a la
misma cara de la racionalidad predictiva de la ciencia. Caracterizando la reproducción
genética de la sordera como eugenesia redondearíamos una compleja figura
irónica, en la medida en que es bien conocida la historia de alianzas entre la eugenesia
y los racismos paranoicos, y sabido el irreductible racismo del propio concepto. Esa
figura tendría la ventaja, y al mismo tiempo la gran desventaja, de plantear oblicuamente
uno de los grandes problemas del episodio de los hijos sordos de las lesbianas sordas: el
de un racismo de los débiles y los discapacitados, el de una dictadura de las minorías
ejercida con las armas de la corrección política, de la mala conciencia, de la
extorsión afectiva. Sea como fuera, el uso de cualquiera de esas dos voces despertaría
muchas desconfianzas y demandaría demasiadas explicaciones. No siempre tenemos un oído
bien afinado para la ironía. Me decidí entonces por la aparente neutralidad del
neologismo idiogenesia. Idiogenesia, la reproducción asistida genéticamente de cualquier
rasgo (rigurosamente, lo que se me antoje), no es ni el sueño ni la pesadilla
modernas: es un estado de saciedad y sopor de después del banquete moderno: es blanca, es
inocente, es independiente del formato ético que lo contenga o de las polémicas que
dispare.
8. Idem. nota 6.
9. Idem. nota 6.
10. Una observación obvia: si en lugar de la sordera, la marca fenotípica que se desea y
se reproduce fuera el color de la piel o los ojos (claros), o la estatura (pongamos, más
de 1.80 m.), la polémica sobre la eugenesia revistiría la forma ético-política de una
cruzada contra los racismos fascistas, etc.
11. Idem. nota 6.
12. Resultará claro que la defensa de la comunidad idiogénica de sordos antecede a su
creación, y quizá esa máxima no se verifique únicamente para este caso. Me resulta
razonable pensar que la fundación de cualquier minoría está sostenida por un discurso
bélico-defensivo, aún cuando ese dicurso reviste las formas pacíficas de la identidad,
la peculiaridad cultural, la aceptación de la diferencia o la defensa de la diversidad.
13. ¿Juego democrático jugado por advenedizos, por militares, por recién llegados a la
democracia, a la ciudad, a los juegos de la representación, a la escritura y a la
crítica?
14. Conviene tener siempre presente que la cultura académica y universitaria
norteamericana conoció a Foucault y bautizó al posestructuralismo antes que los
franceses. Significativamente, también por ese entonces la cultura literaria
universitaria de USA tenía más marxistas que toda Europa.
15. Los Subalternal Studies parecen provenir no tanto de la gravedad de la
tradición crítica de las culturas latinas, católicas y políticas, cuanto del solemne
arrepentimiento o la culpa poscolonial del intelectual protestante de la Commonwealth,
o lo que para el caso da igual de la prolija problematización del intelectual
de la colonia de habla inglesa que ha sido educado por, y específicamente en, el imperio.
16. Grandes temas humanistas como los derechos civiles, contra el racismo, la
discriminación y todo lo que ellos llaman odio (hate) en formas y frases
como "cultura del odio", "discurso del odio", "violencia o
crímenes de odio", parecen presidir, en los últimos años, la polémica de la
filosofía del lenguaje y de la pragmática en EEUU. Los asuntos suelen girar alrededor de
definiciones, ajustes y redefiniciones de nociones tan básicas como "lenguaje",
"discurso" o "conducta verbal". En realidad, detrás de estas
preocupación, ciertamente, hay una obsesión jurídico-litigante. Hay que delimitar el
alcance del daño de la ofensa verbal, evaluar los límites jurídicos de la
discriminación, proponer una ley sobre Hate Speech, etc. Así lo consigna el
volumen colectivo, hecho por juristas y activistas, Words that Wound, citado por
Judith Butler, "Sovereign Performatives", in Excitable Speech. A Politics of
the Performative (Nueva York: Routledge, 1997)
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