La muerte y el duelo en la hipermodernidad.
Pilar Bacci.
"Consumir es intentar huir de la muerte"
Gilles Lipovetsky (2009)
Introducción
Más allá de su implicancia biológica, la muerte refiere a un
concepto construido cultural y socialmente. Esta construcción de la muerte y de los
sucesos posteriores duelo y luto, ubican al sujeto social y psíquico, en un contexto
afectivo permitido y esperado para la tramitación y elaboración de su conflicto
propiamente humano existencial.
Desde la prehistoria pasando por la edad media y la modernidad, me interesa reflexionar
acerca de cómo y porqué causa, se da la mutación desde la ritualización de la muerte y
el duelo para su domesticación hasta la interdicción, negación y exclusión de la misma
en la actualidad hipermoderna.
Breve apunte histórico sobre la vinculación: Sociedad, muerte y duelo
Como señala Morin (1970) la especie humana es la única para la cual
la muerte está presente durante la vida, la única que representa la muerte mediante
ritos funerarios y también la única que cree en una vida postmorten, en la resurrección
o en la reencarnación (Ceriani, 2001).
Históricamente es posible rastrear el tratamiento que las diversas culturas y etapas del
desarrollo social le han otorgado a la muerte.
Se la conceptualiza desde su significado socio-psíquico, simbólico y representacional
que trata de comprender y proveer de sentido al hecho inevitable del fin de la vida.
Lo humano se evidencia por la conciencia que posee de que va a morir.
Esta conciencia hace que la muerte humana no se agote únicamente en una explicación
biológica. Tal restricción además de reducida sería errónea luego de las teorías
actuales sobre la vida de las células donde la muerte es solamente transformación y
cambio (Da Costa Torres, 1983).
La muerte es parte de la historia y de la forma de vida en un entorno social, cultural y
económico determinado (Vivante, 1978).
Sabemos que la conciencia de la muerte y la necesidad de ritualización propia de nuestra
especie aparecen con el Homo Sapiens que pintaba a sus muertos y los adornaba con objetos.
Las momias del antiguo Egipto muestran la necesidad de preservación del cuerpo para el
pasaje a la próxima vida. Los mayas enterraban a sus muertos según su clase social (la
gente común se enterraba abajo del piso de la casa y a los nobles se los quemaba y sobre
sus tumbas se construían templos funerarios). Los aztecas preparaban a sus muertos para
luchar a lo largo de un camino de obstáculos que debían transitar antes de encontrarse
con el señor de los muertos que finalmente decidía sus destinos (Vivante, 1978).
Conocemos aspectos del duelo de los Charruas donde los familiares del muerto se cortaban
una falange comenzando por el meñique, se herían con lanzas o palos los brazos y los
pechos y hacían ayuno de dos semanas sin salir de sus viviendas (Vidart, 1996).
Por su parte, la investigación de la actitud del hombre ante la muerte realizada por
Philippe Ariès (1999) nos presenta una historiografía de la muerte en occidente donde
queda clara la vinculación entre las formas sociales de vida y la estructuración
conceptual que sostienen las ideas con respecto al fin de la existencia. Es decir esta
vinculación es la marca de una construcción social de las formas de morir y las
reacciones sociales e individuales frente a este hecho.
Desde el siglo VI al XII, con el concepto de muerte domesticada resume la vivencia de la
muerte en las sociedades campesinas tradicionales donde la muerte tiene un escenario (la
cama) y un tiempo de espera. Esta espera sin dramatismos ni temor constituye la marca de
la aceptación de lo inevitable. El lugar, la cama, lugar también de procreación y
nacimiento, hace discurrir la muerte en el ámbito de lo familiar, de lo domestico. La
muerte doméstica y domesticada es una ceremonia pública donde el que agoniza es el
anfitrión y representa el papel social del moribundo. Su habitación privada, a causa de
la muerte esperada, se convierte en lugar público, donde la gente entra y sale en su
encuentro social. La muerte se vivía en la ligazón comunitaria y tenía la
característica de desplegarse en lo familiar y no ser ajena ni extraña.
Pero si la muerte se presentaba de improviso, sin anunciarse, por sorpresa y no había
posibilidad de espera socializada se configuraba en marca de maldición. Esta maldición
sostenía la otra faz de lo mortuorio, el temor ancestral a lo no vivo.
A esta etapa le sucede la denominada época de la muerte propia (siglo XII a finales del
siglo XVI) donde se produce la concientización de que la muerte implica el final de la
vida y la descomposición biológica. Esta conciencia de finitud naciente configura un
hombre terrenal, biográfico y sufriente pues comprende que tarde o temprano va a morir.
A partir del siglo XVII la muerte pasa a ser capturada por el sentido religioso
institucional que configura los rituales y ceremoniales a seguir en la hora final
terrenal. Se produce una nueva subjetividad con respecto a la muerte antes familiar ahora
inconciliable por la corrupción que la descomposición provoca en el cuerpo. El cuerpo
del muerto ya no es expuesto a la mirada en el escenario de lo familiar y se disimula con
el ceremonial y el ritual eclesiástico.
En el siglo XVIII la muerte pasa a ser un problema médico y ya no religioso. En este
período se inicia en la sociedad occidental una transformación en la medicina con
consecuencias en la consideración de la salud y enfermedad. Los avances en la cura de las
enfermedades que antes diezmaban poblaciones, las nuevas formas de producción y la
necesaria adaptación funcional de la fuerza de trabajo, así como las nuevas
terapéuticas médico morales (medidas de salud pública e higiene), determinaron
la construcción de un nuevo sujeto y un nuevo cuerpo medicalizado que da lugar a nuevas
formas y actitudes frente a la muerte.
Las instituciones sanitarias ocupan el lugar central desde donde emanan estrategias
políticas y económicas de salud pública como formas de biopoder (Foulcault, 1990) y
economía de la salud, constituyendo lugares de demanda y consumo. La regulación médica
sobre la vida y la muerte decantará en el modelo médico hegemónico de la sociedad
occidental y se llevará a cabo hasta las primeras décadas del siglo XIX donde se produce
una nueva forma de vinculación con la muerte denominada "muerte invertida"
donde se rechazan la muerte y los muertos, desintegrándose la ritualidad familiar del
duelo.
La muerte en la hipermodernidad
Todos los trabajos sobre el tema coinciden en que la última etapa en
las consideraciones sobre el morir, es la llamada por Ariés, (1999) "muerte
salvaje" o "muerte excluida" o incluso en relación a los modos o actitudes
anteriores frente a la muerte, "muerte invertida".
Siguiendo estas consideraciones, Allouch (1996:153) nos habla de los rasgos de esta
representación de la muerte mencionando que, "No hay ya muerte en el nivel del
grupo, la muerte de cada uno ya no es un hecho social. No tiene prácticamente nada
público
ya no hay ningún signo de la muerte en las ciudades, ni telas negras sobre
las casas, ni crespones en los sacos, ni cortejos fúnebres
La ausencia de la muerte
en el grupo se manifiesta también de una manera particularmente nítida en el hecho de
que el enlutado, que en una sociedad, se presente como tal se vuelve un paria, incluso un
enfermo". Agrego a este dato destacando un recorte de mi práctica profesional de
asistencia a personas que inician, en la medida que pueden, sus duelos, la repetida
necesidad de demanda médica o psicológica asistencial para sobrellevar el transcurso de
su duelo. En algún tiempo se formó por esta demanda en el Hospital Pereira Rosel una
Policlínica de Duelo, llevada adelante por psiquiatras y psicólogos. El duelo en la
actualidad es una enfermedad insoportable de la que hay que curarse cuanto antes y se
demandan terapéuticas para dominar o eliminar el dolor producido por la muerte. Ha dejado
de ser una particularidad de la comunidad humana, el sufrimiento por la desaparición del
sujeto amado, que se debe transitar en el tiempo.
¿Cómo se procesa el duelo en la sociedad hipermoderna?
El duelo por la muerte de un ser querido conceptualizado por Freud
(1917) según la lectura de Allouch (1996) mostraba su superación luego de un arduo
trabajo de retiro de la libido colocada en el objeto perdido y posterior recolocación de
la misma en otro objeto de amor. En este esquema el duelo finalizaba con la sustitución
de la persona amada.
Pero Allouch (1996) cuestiona esta postura freudiana mostrando como la superación del
duelo se complejiza en la medida que lo que se debe retirar del objeto de amor perdido
implica a un registro narcisista propio ubicado en el otro. En otras palabras partes de
uno establecidas a propósito del lazo afectivo colocadas en el objeto. El trabajo del
duelo comprende el retiro de lo propio colocado en el otro y ya no la sustitución.
Sabemos que en la Hipermodernidad los vínculos afectivos que se establecen son poco
sólidos, más bien temporales, flexibles y líquidos al decir de Bauman (2003: 174) "
los vínculos humanos como el resto de los objetos de consumo, no necesitan ser
construidos con esfuerzos prolongados y sacrificios ocasionales, sino que son algo cuya
satisfacción inmediata, instantánea, uno espera en el momento de la compra-y algo que
uno rechaza sino satisface, algo que se conserva y utiliza sólo mientras continua
gratificando
".
Si la conceptualización y actitud ante la muerte, su procesamiento, el duelo y su
expresión el luto, más allá de la época en que se desarrollen depende y atañe a lo
vincular (a veces más vincular social comunitario como en la Edad Media y otras
mayormente individual como en la modernidad tardía), es posible pensar en la exclusión
de la muerte o su fluidificación en el sentido que los vínculos se constituyen en la
flexibilidad que permite descartarlos y descartarse separarse más fácilmente. La
cuestión es pensar las consecuencias de este procesamiento. El duelo y su vivencia
invierten en una historia, desligar el lazo en el decir freudiano o recapturar lo propio
con Allouch (1996) implica un trabajo temporal de memoria e historia vincular y personal.
Pero si las relaciones son descartables, poco sólidas y únicamente gratificantes, la
biografía del vínculo desaparece pues lo que no se tiene es una historia de relación.
El tiempo vincular parece jugarse en instantes de los cuales pueden quedar algo mas que
recortes y se es doliente en la medida en que se puede rememorar un pasado con él o lo
que ya no esta.
Por otro lado agrega Allouch (1996:154) que, "Ya no hay ningún sujeto que
muera
desde el momento en que no es un acontecimiento social, la muerte ya no es más
subjetivable
". En la etapa de la muerte invertida, la muerte es expulsada y
negada; se la rechaza y se la esconde en la enfermedad que la encarna. Como las etapas
anteriores que se suceden y determinan formas y actitudes frente al morir, este momento,
según Ariès (1999) se fue desplegando en consecuencia de la medicalización de la
sociedad. El sustento posible de esta etapa de la muerte invertida está en la fuerte
creencia de la eficacia de las técnicas médico científicas y de su poder para
transformar el hombre y la naturaleza (Abt, 2000). Es el extremo de un proceso de tres
etapas, la primera es el ocultamiento de la muerte cercana por parte del entorno médico y
familiar y aún del propio moribundo, la segunda la hospitalización de la muerte que
lleva a evitar presenciar el proceso de deterioro físico del morir que se verbaliza como
asqueante y la tercera, la medicalización del bien morir ocasionado por las técnicas
paliativas de analgesia. Con esta etapa la muerte no es ni humana, ni sacra, ni familiar
sino que es un falla en el funcionamiento de la maquina del cuerpo que ya no es posible
reparar.
Asimismo, el cuerpo humano vivo o muerto integra el circuito de las cosas producidas.
Ziegler (1975) nos dice que la sociedad occidental no sabe que hacer con sus muertos y que
un intenso e íntimo terror marca las relaciones que la sociedad tiene con los cuerpos que
dejan de producir y de consumir y se resisten a todo tipo de seducciones. Se niega así en
la sociedad capitalista la muerte en su función de acontecimiento y se establece la
reificación del hombre.
Galiussi (2005:49) señala que Eric Laurent (Laurent & Miller, 2005:229) sostiene que "como
la subjetividad de nuestra época palpó que el Otro no existe, remite su búsqueda a la
subjetividad del cuerpo".
Es este sentido pienso que, la muerte desubjetivada y excluida, tiene su reducto final en
el cuerpo hipermoderno. Si el ideal de la modernidad con respecto al sujeto tenía como
aspiración su transparencia ilusoria de autenticidad en lo temporal y espacial, el sujeto
hipermoderno se diluye en la exageración de esta transparencia. Se fluidifica en tal
medida que el plus de su existencia parece posible solo en la reducción a su ser corporal
material. El problema en cuestión deja de ser la dualidad ya que el cuerpo es el ser y
por lo tanto su con-vivencia y su trascendencia. Las modulaciones con cirugías,
artefactos y prótesis en lo corporal atañen por tanto a modificaciones en el ser.
Relaciono lo anterior con la mención de Galiussi (2005:52) a la técnica de la
plastinación "
creada por el Dr. Gunther Von Hagens que permite la
conservación de órganos reales, sustituyendo el agua corporal por acetona y ésta por un
polímero, es decir, una solución de sustancia plástica endurecible que evita la
putrefacción y viabiliza la manipulación del material, cuidando la forma. Esto facilita
que el cuerpo adquiera posturas que se asemejan a las vitales, en una vitalidad inmortal,
mediante la cadaverización del movimiento".
La marca de la exclusión de la muerte es su transformación en otra cosa, material
educativo u obra de arte a exponer por giras a lo largo del mundo, que se conserva
estática, es allí donde el sujeto se termina de diluir. Y en su lugar queda el cuerpo
inserto en la comercialización exhibicionista del mercado de imágenes, privado del ser
pero mirado por todos. En este caso la muerte como dimensión de la vida se convierte en
la hipermodernidad en objeto de consumo ya que la diversidad de los estilos de vida y la
construcción de la subjetividad es modelada por la necesidad de consumir y por tanto se
define a partir de la misma.
Consideraciones finales
Bauman (2005:126) en la Digresión: cultura y eternidad nos dice que "La
cultura, la gran invención humana, es un artilugio para tornar soportable el tipo de vida
humano
que implica el conocimiento de la mortalidad, a despecho de la lógica y la
razón
Pero la cultura hace más que eso: consigue redefinir de algún modo el horror
ante la muerte como una fuerza motriz de la vida. Moldea la significatividad de la vida
sobre la base de la absurdidad de la muerte". Y agrega más adelante (2005:130) "La
implacable devaluación del largo plazo en cuanto tal es un común denominador de las
cualidades ya perdidas o inquietantemente escasas y amenazadas de extinción: las
cualidades de las cosas y estados que son sólidos, resistentes y duraderos y, en última
instancia, de la eternidad
". Plantea que sería imposible encontrar una
población humana que no creyera en la eternidad y por esto la sitúa como un rasgo
definitorio de la humanidad. Parece entenderse a partir de su planteo que la pérdida de
la eternidad como idea humana se diluye en la modernidad líquida donde la duración
eterna no tiene lugar. Marca como respuesta a la posibilidad de existencia de la eternidad
como idea, el lugar del lenguaje como terceridad que permite figurar escenarios donde ya
no exista el propio hablante.
Traigo estas reflexiones de Bauman (2005) sobre la supuesta desaparición de la idea de
eternidad para vincularla a la idea de la muerte en la época actual. Considero que las
diferentes formas sociales dan respuestas a sus conflictos, dolencias y angustias
generando formas subjetivas de sostén de los mismos. Estos desarrollos subjetivos en
cuanto a la formas de socialización de la muerte implican que, sea el que sea, el
tratamiento que se le dé a ésta, es una marca mas o menos sintomática de la constante
creencia en todas las épocas de la humanidad en la eternidad humana.
Que piense en lo que genera la creencia en la eternidad al final de un trabajo que intenta
reflexionar sobre la muerte puede ser un lapsus, un chiste o un síntoma que aunque se
intente conjurar no deja de presentarse, aún para Bauman (2005) en su capítulo de
Cultura de residuos.
En la conjunción de la creencia en la eternidad y la muerte corporizada de la
hipermodernidad está el lugar del tiempo corporal que se tramita aunque se niega. Si al
decir de Araujo (2008) "El tiempo corporal se expresa a través del deterioro
inexorable de los cuerpos
Nuestros cuerpos son verdaderos analizadores también del
pasaje del tiempo subjetivo, del tiempo social y del tiempo cultural", la técnica de
plastinación señalada anteriormente eterniza de una forma ominosa la muerte a la vez que
marca en ese cuerpo sin sujeto los rasgos de un tiempo vivido.
Este tiempo siempre presente a pesar de todo tratamiento de lo conceptual y vivencial
sitúa la experiencia de la muerte y su quehacer en el duelo en la consideración de
incertidumbres eternas sobre el comienzo y el fin de la vida.
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