Reflexiones sobre la economía y la guerra
Psicoanálisis en extensión.
Raúl Courel

 

Resumen:

Se hacen notar coincidencias entre las lógicas que rigen la economía y la guerra en el mundo contemporáneo, señalándose efectos de mortificación sobre la condición humana. Se hacen consideraciones críticas sobre el concepto de progreso que se impone en nuestras sociedades y sobre el proyecto de matematización del universo propio de la modernidad. Se alude al paradigma de la ciencia moderna, la tecnología y el capitalismo en la raíz de los sistemas políticos democráticos actuales. Se señalan escotomas en la intelección de los conflictos entre la cosmovisión occidental imperante y el mundo islámico a propósito de la guerra en Irak.

Palabras claves:

modernidad y mal - economía y sociedad - guerra moderna - terrorismo - pulsión de muerte y progreso - ciencia moderna - límite de la matemática - occidente e Islam - conflicto iraquí .

 

El mal.

¿Qué es el "mal" en sentido puro sino indiferencia absoluta ante la humanidad del otro?. El "mal" sin atenuantes es uno en el que no hay lugar para el amor ni el odio. La ausencia de cualquier afecto que distinga entre propios y ajenos, o entre unos y otros, es una condición necesaria para causar el daño más extremo. La fría malignidad que se apropia de los destinos ajenos tomando la forma de la muerte, designa también la esencia del tratamiento que la guerra y la economía moderna dan a los hombres.
En la guerra, no son las diferencias sino las in-diferencias, que igualan en el anonimato, la condición ineludible para lanzar a unos contra otros, como hoy vemos, por ejemplo, en el medio oriente. No toda guerra santa es entre religiones, las hay laicas santificadas por los mejores ideales, generalmente los de cada uno. Tampoco es un hecho que la economía sea la ciencia que permite cumplir metas múltiples con medios escasos, ya que mucho ayuda a cumplir metas escasas con medios múltiples.

La economía.

Jacques Prévert decía que "el ministerio de economía debería llamarse de la miseria, pues al ministerio de la guerra no se le llama nunca de la paz". La extendida y lamentable sumisión de los hombres a las políticas económicas nos recuerda la que pinta Albert Camus en su magistral tragedia Calígula. Allí, con el criterio de que lo primero es el tesoro público, el César dispone que todos los patricios deshereden a sus hijos y testen a favor del Estado. A renglón seguido, para satisfacer las necesidades económicas generales, resuelve que se haga morir, en orden aleatorio, a cuantas personas convenga. "Esas ejecuciones" – observa el tirano – "tienen todas la misma importancia, lo que demuestra que no la tienen" (Camus, 1938, 64), para agregar enseguida: "si el tesoro tiene importancia la vida humana no la tiene ... la vida no vale nada, ya que el dinero lo es todo" (Camus, 1938, 65). El argumento sirve para rechazar las objeciones del funcionario que intenta protestar sus medidas: "agrádeceme" – le dice – "pues intervengo en tu juego y utilizo tus cartas" (Camus, 1938, 65).
Así como la caridad no alimenta las arcas de ningún Estado, tampoco es aquí el amor el que iguala a los súbditos del imperio, ni siquiera lo es el odio. Estas emotividades no sirven para equiparar nada, por el contrario, diferencian y discriminan, simplemente porque separan al objeto de amor o de odio de los demás. Es la economía, cuando se reduce a pura lógica y cómputo, la que corta a todos con la misma tijera. Eso sucede cada vez que lo único que realmente importa es cuánto cada uno paga.
El problema de que la economía quede encerrada en esta lógica impasible es que no puede supeditarse al logro de felicidad alguna, ni siquiera a la de vivir, por eso era identificada por Camus con el mal, un mal anónimo y frío legitimado con el rigor de la razón, más allá de sensiblerías como el amor o el odio. "Yo he decidido ser lógico" – asevera el emperador – "y como tengo el poder, veréis lo que os costará la lógica" (Camus, 1938, 65). "La seguridad y la lógica" – afirma también – "no marchan juntas" (Camus, 1938, 96).
Calígula, que se considera a sí mismo "puro en el mal", no es un simple loco. Él aplica, en verdad, la lógica económica que convence a prácticamente todo el mundo. Lo hace, eso sí, sin concesiones, avanzando sin vacilar hasta las últimas consecuencias. "Las cosas" – dice el déspota – "no se consiguen porque nunca se las sostiene hasta el fin" (Camus, 1938, 61). No faltan en nuestros días economistas que suscribirían estas mismas palabras. El problema, no obstante, es la real y absoluta imposibilidad de llegar al final, puesto que eso conllevaría necesariamente la destrucción de todo, incluyendo al actor principal.
El Calígula de Camus se queja como el hombre, que sufre porque "las cosas no son lo que deberían ser", a diferencia de las mujeres, que penan porque el amor nunca alcanza (Camus,1938, 66). De espíritu moderno, él no se acomoda a lo factible de este mundo, en el que "los hombres mueren y no son felices" (Camus, 1938, 61). De esto se trata, si lo posible no alcanza es lógico pedir lo imposible: "necesito la luna – expresa – "o la dicha, o la inmortalidad, algo descabellado quizá, pero que no sea de este mundo" (Camus, 1938, 81).
La conclusión de Calígula es obligada: "la utilidad del poder es dar oportunidades a lo imposible" (Camus, 1938, 68), aunque en ello nos vaya la vida. Si de eso se tratara, y si fuera cierto que los gobernantes contemporáneos sólo van por los carriles que les traza la lógica usual de los economistas, es probable que estemos perdidos. En este caso, habrá que esperar el resultado, previsible, del "ovem lupo comittere", de confiar las ovejas al lobo.

El retorno.

Si alguno mata a su madre puede ser no sólo cuestión judicial. Ella podría habérselo ganado sin saberlo, no por merecer la muerte sino por habérsela causado. Valga en un punto como metáfora, porque los Estados Unidos, efigie del dominio en el planeta, es fuente de significaciones y reglas, como lo es una madre, a través de las cuales se miran y se miden a sí mismos los pueblos más diversos.
No hay ser humano que no se trague las significaciones entre las que nace, de ahí que un problema que cada uno encuentra para ser alguien, único y diferente a cualquier otro, irrepetible, es que no tiene otra opción que hacerse una idea propia acerca de aquéllas. El asunto es que cuando lo atragantan puede ser que "devuelva".
La civilización occidental atosiga a la humanidad a escala planetaria con tecnología y capitalismo, más sus derivados. No podría ser de otra manera porque se quiere universal, y con el justificativo de la buena ciencia. El Islam, en cambio, extendido en países económicamente pobres, por no aspirar ni amarrarse a las mismas bondades y deleites, resulta una anomalía. A gustos distintos que hacen tantas desemejanzas habrá que reconocerles sólo un poco de la humana "razón". El resultado es obligado: los musulmanes son poseedores de una humanidad disminuida, y si son indigentes la disparidad con la nuestra se acrecienta. Todo conduce a que sea imperativo mantenerlos a raya o reformarlos, se dice que para mejorarlos.
Para los fines prácticos, el hecho de que todos los hombres sean mortales no los hace pertenecientes a una sola clase de humanidad. Éste es, precisamente, el mensaje que escucha todo súbdito de todo emperador. Es lógico, puesto que en la enunciación del emperador está su propio corazón, no el del súbdito, especialmente el del obligado. No debe extrañar, por lo tanto, que el mensaje del imperio retorne sobre sí mismo bajo la forma de la inhumanidad del ataque.

Homicidio suicida.

El golpe a las torres del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001 fue una muestra extraordinaria de que la destructividad del hombre no encuentra límites a la hora de inventar maneras de suprimir al contrincante.
Se destaca la indefensión de las víctimas y su ignorancia acerca de que otros habían tomado el destino en sus manos, también la simultaneidad del crimen con el suicidio. Un sencillo análisis gramatical deja advertir que aquí el sujeto hace de otro sujeto el objeto de su acción de matar, para volverse prestamente sobre sí mismo tomándose también como objeto. En el suicidio, en efecto, el sujeto agente se hace objeto de su acto.
El derecho penal moderno no se conforma con comprobar los hechos para culpar a alguien, necesita que el autor no tenga excusas. ¿Qué razones de su acto ofrece el homicida?. Imposible saberlo sin escucharlo; a falta de eso, otros hablan en su lugar. En el mecanismo que cerraba el círculo de matar y ser matado, el actor se atribuía el papel del destino de una víctima obligada sin remedio a acatarlo, pero sin librarse él mismo de someterse a igual suerte. La docilidad a un designio mortífero e inapelable parece estar en la médula del paso dado.
El psicoanálisis enseña que los hombres difícilmente escapan a la exigencia de dar razones de sus actos ante sí mismos, aunque en casos como éste encuentren la justificación que no puede faltar en el deber de complacer, ya no al prójimo o a sí sino a dios mismo.

Guerra nueva.

Septiembre de 2001 trajo no sólo el shock de la muerte inesperada de tantos, sino de que sucediera donde no se esperaba. Se conmovió la idea de que en la casa del padre se puede estar seguro.
Más robustas son las murallas del fuerte, más sutiles se vuelven los disfraces para ingresar por la puerta de atrás. Un nuevo paradigma en la cultura de la guerra pareció imponerse aquel día. Una de sus características es que la acumulación de hombres y armas en un mismo espacio para librar batallas es sustituida por una fragmentación y una diversificación extremas de los lugares y modos de ataque y de defensa. Por ejemplo: Afganistán e Irak se defienden no mediante la lucha frontal sino al modo del hormiguero, multiplicando las pequeñas, aunque terribles, "picaduras" sobre sus contrincantes. Otra es que el concepto de "arma" deja de identificarse completamente con el de "proyectil".
De la pedrada al fusil, de la ballesta a la ametralladora y de ésta a la bomba atómica, un arma siempre ha actuado sobre un lugar circunscrito, ya sea un breve espacio intercostal o toda una ciudad. El modelo es el del cirujano, que extirpa en la extensión necesaria el tejido enfermo que quiere eliminar. El bisturí, sin embargo, por más afinado y preciso que sea, no es eficaz para curar un cáncer o una invasión bacteriana. El nuevo enemigo no tiene foco visible ni el guerrero aparece en la fotografía de un bombardeo. Los blancos han dejado de ser tales, y no se trata sólo de que el contrincante se esconde sustrayéndose a la mirada.
En "La guerra de los mundos", H.G. Wells anticipaba la utilidad de las armas biológicas, mostrando a los marcianos poco sutiles en sus instrumentos de exterminio. El "antrax", lamentablemente, puede ser sólo uno de los primeros pasos de una larga serie de maneras de destruir que no recurren a proyectiles ni a nada que se les parezca. El reemplazo de la expresión "guerrilla urbana" por el uso de la palabra "terrorismo" sugiere que el terror mismo es un arma. Se puede matar con radioactividad o con un tenedor, apretando la garganta o cortando el cable del ascensor, también con el hambre o la sed, incluso convenciendo de que es bueno suicidarse.
El genio que el hombre pone al servicio de aniquilar a otros no es menor que su predisposición a encontrar enemigos o a crearlos. Tendemos a pensar, además, que podemos ser los mejores en eso. Por eso en el film "El día de la Independencia" triunfamos sobre los extraterrestres gracias a nuestra sapiencia informática, curiosamente más avispada que la de los invasores. Pero el escenario de la guerra en ciernes no será la galaxia sino la propia casa, los enemigos no serán alienígenas sino bien humanos, así como nuestra inteligencia irá, sin duda, más allá de la cibernética.

Sin fronteras.

Cuánto más extenso es un imperio más vulnerables son sus fronteras. Pero, ¿qué sucede cuando su geografía es toda la tierra, como resulta en nuestra globalizada sociedad de mercado, supuestamente libre, capitalista, desarrollada en los cánones de la ciencia moderna y con las tecnologías de ella derivadas?. Es probable que en este caso las fronteras que cuenten no sean las que nos separan del mundo exterior, finalmente la galaxia, sino las interiores. Pero estas últimas no son propiamente geográficas sino culturales.
Cuando los objetos culturales no están a la vista de gendarmes y las fronteras que importan no figuran en el mapa, imperar deja de ser cuestión de control aduanero o policial. El principito de Saint-Exupéry, el que repiqueteaba que lo esencial es invisible a los ojos, provenía de un planeta apenas más grande que una casa, es decir: de aquí mismo. No es una mala metáfora: la estratosfera queda en el barrio.
Tras la desaparición de la Unión Soviética, se extienden sin límites por todo el globo las mismas reglas económicas y el vasto conjunto de pautas culturales de la cosmovisión "occidental" que las acompañan. Sin embargo, no todo lo que había antes ha sido asimilado por éstas. El Islam es un caso paradigmático. Si bien los Estados Unidos son aptos para imponerse sobre los países árabes en materia económica y militar, su cultura no se muestra capaz de absorber a la musulmana o a otras que no participan del "sueño americano".
Occidente conserva su apego a la idea positivista de progreso, en la que no hay lugar para dudas acerca de la ventaja de que la ciencia haya reemplazado a la religión como fuente confiable e inagotable de bienestares. No piensa así el musulmán, que considera un mal amarrarse a los encantos del mundo de los infieles. La virulencia fundamentalista brama que esta civilización satura a la humanidad con fruslerías que el capitalismo tecnológico necesita producir para vender. Pero el brío mahometano suena a destiempo en un mundo en el que el cristianismo cede banderas desde hace siglos y en el que ya no es exigible la fe en el padre para que el self made man llegue al éxito. Es posible, entonces, que en el Islam se pongan en juego idiosincrasias del ser humano, no menos firmes y resistentes que intangibles, que la cosmovisión occidental no sabe reconocer.
No es sólo cosa de religión, mientras el anglosajón construye industrias haciendo weberianamente las cuentas con la numeración decimal, que es arábiga, el moro, que aprendió a calcular antes, forja una arquitectura distinta. Pero occidente plantea sus problemas en términos militares, no culturales. ¿Será posible revisar los principios y diseños básicos de la política internacional sin que los gobernantes sean genuinamente cultos?. Eso hoy incluye la posibilidad de poner en cuestión las distintas formas de subjetivación.

El progreso.

El semblante del Presidente Bush en sus conferencias de prensa recuerda la expresión de Klaus Kinski en el notable filme de Werner Herzog Aguirre, la ira de Dios. En esa ficción, un puñado de hombres lanzados a la empresa imposible de encontrar la ciudad de Eldorado es progresivamente diezmado por los indios en una ruta sin otro destino que la desaparición. No obstante, bajo el influjo de la pasión de Aguirre, declaran su independencia de España y la creación de un reino varias veces más extenso que el de la patria de origen. El personaje es el del conquistador llevado al límite de su sueño, que consiste, más allá de los propósitos de obtener riquezas y propagar su fe, en llegar a ser el amo, si no de todo, al menos el único. Pero no podrá, ni por asomo, gobernar esa tierra inabarcable que seguirá siendo para él una quimera. Eso es cabalmente perseguir un sueño, puesto que para tenerlo no es preciso que sea realizable. La satisfacción dura mientras el soñante no despierta.
El rostro que el recordado Klaus Kinski da a este Aguirre se ve más impávido que sereno y más cerca del éxtasis que del coraje. "Soy la ira de Dios, y la tierra se hace a un lado para dejarme pasar", pronuncia, embriagado de certidumbre, cuando ya no hay retorno posible ni suelo seguro que pisar. Así ha de ser un conquistador que se precie: capaz de perseguir su ideal a costa tanto de la vida ajena como de la propia.
Si la conquista de Irak podía ser prometida por el Presidente Bush con tanta parsimonia, era porque sus consecuencias mortíferas quedaban justificadas por el servicio que prestaría a sus ideales. Nada impediría, tampoco, que despojar del petróleo a los infieles fuera considerado una bella acción. De ahí en adelante sólo se trataba de no vacilar, de manera que preocuparse por las desgracias consecuentes venía a ser cosa de temerosos o de quienes apuntan a metas menores. Éste debía ser el caso de Nicholas Kristof, columnista de The New York Times, cuando sugería que su gobierno debía destinar a la educación, o a promover los vehículos con motor a hidrógeno, los bastante más de 200.000 millones de dólares que llevaría la guerra.
No sólo la pasión beligerante ilustra la soltura con que puede desdeñarse la vida en pos de un ideal. La conquista del espacio es otro caso paradigmático. La explosión de la nave Columbia puso no hace mucho sobre la mesa la dimensión de la tragedia: el ideal de llegar a las estrellas no debía supeditarse a la vida de unos pocos astronautas. Se ve también en la economía: no es el anhelo de bienestar sino el ideal de lucro el que mueve realmente al mundo, hecho congruente con que sea muy normal dedicar el dinero a ganar más dinero y no tanto a asegurarse de que nadie muera de hambre. Por eso, además, un gran tacaño bien puede ser un señor idealista.
Ya no es novedad que el progreso económico, tal como hoy es concebido, no sólo trae grandes provechos sino también inmensos daños para el futuro de la humanidad. Para sostener su estándar de vida, el mismo al que aspira todo el mundo, los Estados Unidos arrojan cada año a la atmósfera unos 1500 millones de toneladas de dióxido de carbono, que representan alrededor del 25 % de las emisiones que han sido reconocidas como la principal causa del llamado efecto invernadero. La comunidad europea no se queda muy atrás. Excesivamente sujetos a las ideas imperantes acerca de qué significa progresar; los gobiernos están lejos de hacer lo necesario.
En 1920, Sigmund Freud publicaba una obra de título sugestivo: Más allá del principio del placer. Su concepto medular es el de una inquietante "pulsión de muerte", que refiere esta inclinación de los hombres, ausente en los animales, a hacer cosas no sólo opuestas a bienestar alguno sino atentatorias contra la vida misma. En aquel entonces, la idea de que puede ser un gusto inmolarse porque sí, por mera testarudez, se daba fácilmente de bruces con la joie de vivre propia de la belle époque. En nuestros días, desde que el centro de Nueva York dejó de ser un lugar suficientemente distante de los campos de batalla, la ilusión de una vida tranquila y segura encuentra cada vez menos resguardo. La ira de Dios puede manifestarse en cualquier parte.

El no-dominio.

La rebelión islamita en Irak contra la ocupación extranjera tiene raíces cuya eliminación es más que difícil. Este pueblo no corre a fabricar una república como la que querría la coalición, entre otras razones, porque el Islam no ha digerido la laicidad de las democracias occidentales, como sí han hecho el judaísmo y el cristianismo. Estos, además, han venido asimilando durante más de tres siglos los desarrollos de la ciencia moderna, y se han acostumbrado a que las justificaciones de las decisiones de gobierno sean científicas antes que religiosas.
Han quedado atrás los tiempos en que la iglesia de Roma sujetaba a los estados invocando la unción divina del príncipe, o que necesitaba quemar en la hoguera a aquellos que, como Giordano Bruno, se permitían concebir el mundo sin el dogma de la fe. Las ciencias, a su vez, se encuentran muy cómodas desentendiéndose de los asuntos a los que tanto el cristianismo como el judaísmo hoy se circunscriben. Nuestro orden político ha llegado a basarse, como veremos, en razones … matemáticas.
Aunque hacer matemáticas no sea siempre medir, la medición se ha convertido en fuente privilegiada de certidumbre en los más diversos campos de la cultura, incluyendo a la democracia republicana. Tal vez por eso se piensa que en las sociedades modernas el sufragio universal es indispensable para resolver los mayores desacuerdos. El mecanismo consiste en una contabilidad exhaustiva de las voluntades, que se hace posible igualando cada una de ellas a un voto. La cosa no funcionaría si la sociedad no aceptara conceder a una cuenta bien hecha el valor de última palabra.
El sueño de computarlo todo acompañó a la ciencia moderna desde su nacimiento, pero ha encontrado límites intrasponibles dentro de la misma matemática. Ya en 1931, Kurt Gödel demostró, en el teorema que lleva su nombre, que un sistema teórico no podría ser completo sin caer en la inconsistencia. Más recientemente, el matemático Gregory Chaitin, estudiando el campo informático, demostró la existencia de hechos matemáticos verdaderos que escapan al razonamiento formal de la matemática, de modo que resultan verdaderos por accidente.(Chaitin, 1996)
Desde la economía o la psicología a la misma física se han encontrado incompletudes e incertidumbres insuperables para el pensamiento matemático. El físico Roger Penrose, por ejemplo, subraya que el concepto matemático de magnitud infinita, que forma parte de la teoría de la relatividad, priva a la física de la consistencia a la que nos habíamos acostumbrado. Ésta, en efecto, puede admitir magnitudes inmensamente grandes o inmensamente pequeñas, pero no infinitas.(Penrose, 1997).
Si bien Einstein decía que "Dios no juega a los dados", confiando que siempre será posible descubrir razones matemáticas donde no parecen haberlas, los físicos y matemáticos contemporáneos tienden a pensar que Dios no sólo juega a los dados sino que lo hace a cada rato. Esta moderación de la confianza en los poderes de la matemática no se ha trasladado, lamentablemente, a la perspectiva de los principales gobernantes del mundo.
Estados Unidos creyó que manejaría el Irak de posguerra con la misma exactitud con que es capaz de acertar con un misil ahí donde pone el ojo, dándose de bruces con no pocos hechos que escaparon a sus cálculos. Ya no es sólo que el diablo mete la cola, si Dios mismo parece un jugador empedernido que no puede prever el resultado de sus acciones, ¿creerán los gobernantes de la coalición, menos divinos, que saben realmente hacia dónde está yendo el mundo?. No se los escucha reflexionar sobre eso, aunque sí quejarse de que los iraquíes, pudiendo disfrutar de lo mejor eligen lo peor.
Sigue al orden del día la pregunta que torturaba a Hamlet en los albores de la época que vivimos: ¿cómo era posible que su madre, estando casada con un rey magnífico como su padre, se sintiera atraída por un ser tan abominable como su tío?. Pero Hamlet tenía inquietudes distintas a las de la generalidad de los mandatarios actuales, él no se proponía sacar del medio a su tío traidor y así eliminar un obstáculo para gobernar Dinamarca. Quién sabe, tal vez pensaba que Dinamarca no era menos difícil de gobernar que su madre.

Bibliografía:

1. Camus, A. (1938) El malentendido - Calígula. Bs.As., Losada, 1982.
2.
Chaitin, G. (1996) The limits of mathematics. Singapore, Springer-Verlag Singapore Pte.Ltd., 1998.
3. Penrose, R (1997) The large, the small and the human mind. Cambridge, UK, Cambridge University Press, 1999.