Entre exilios y cartas.
Olga Rochkovski

Mi analista partió. Hubo muy pocas explicaciones, pero lo que ocurría, en ese momento, en el país, me dio las claves que las palabras no tuvieron. La dictadura nos estaba mordiendo los talones. Días después me tocó a mí, hacer las valijas.
Una vez en Buenos Aires, primera escala del viaje, el encuentro fue en un bar porteño. Pero allí, la oscuridad crecía día a día. Eran épocas de golpes militares, coordinación represiva entre dictaduras, desapariciones forzadas diarias. Muchas veces, me sentí como "Perdidos en la noche" (la película donde actúa Dustin Hoffman) . Más de una vez, tomé un colectivo en la dirección contraria a la que debía ir. La desorientación que sentía era grande.

"Me apena saber que atraviesa momentos difíciles, que su situación es insegura y que se agregan separaciones dolorosas."(1)
Todavía estaba en Buenos Aires, y no era fácil. Tenía conciencia de que de ahí, había que salir. Mi hermana y mi sobrino partieron primero. "Pero en estas circunstancias de desgarramientos forzosos y rupturas de vínculos impuestas, la realidad, agresiva y destructiva, es siempre difícil de aceptar. Sin embargo, ¿qué otra actitud sería posible?"(1) La realidad era muy agresiva y de muertes diarias. Hoy yo creo, que del todo uno no acepta la realidad, aunque haya momentos en que la tenga que soportar. Pero las heridas quedarán. Estaban cuestionados los puntos de certezas en los que se basaba mi identidad social. Una vivencia acuciante de peligro y un pensamiento repetitivo y asociado a sufrimiento, a muerte, por un lado, y por otro, las redes solidarias que sí existieron en todos esos momentos.

Los encuentros analíticos se transformaron en cartas, ya que muy pocas semanas después, mi analista siguió viaje a Europa y yo, unos meses más tarde volé a México.

Las cartas fueron el modo que co-producimos en esos tránsitos migratorios impuestos por las dictaduras del Cono Sur. Cada uno, analista y yo estábamos viviendo esa experiencia tan particular y definitiva, que es el exilio, con sus dolores, su singularidad, su historia a cuestas. Saber que el analista también estaba atravesando esos dolores, me hacía sentir más acompañada, en esos pasos en el vacío, que obligatoriamente tenía que dar. Sabía que en algún momento, iba a recibir, unas poquitas palabras, que me traían algo de esos encuentros que hoy no tenía. Traían algo de solidaridad. Palabra difícil, pero que en esos momentos aciagos surgieron junto al desastre. Creo que ese transporte que produjimos de un tratamiento psicoanalítico presencial (diríamos hoy), en una época en la que no había correos electrónicos, a una correspondencia que no fue abundante, pero que fue un referente, en medio de esas turbulencias de los exilios que en ese momento iniciábamos. Creamos un lazo afectivo socialmente creativo. Y una forma que inventamos sobre la marcha, como ocurre muchas veces en nuestro trabajo terapéutico. Fue algo que nos surgió, a mí como una necesidad de no perder todo, de conservar lo valioso. Y sentí que mi terapeuta aceptó ese camino y me tendió la mano en el aire y en la distancia.

La correspondencia ocupó un lugar muy importante en los primeros tiempos del exilio. La nueva realidad no estaba suficientemente desplegada. Buena parte de los días transcurría escribiendo. Cuando se trataba de recibir correspondencia hubo diferentes momentos.

La primer carta vino dirigida a mi número de cédula (de identidad) y la dirección era una "Oficina de Poste Restante". Era la oscuridad. Un modo críptico donde la identidad estaba guardada. Los terrores y las medidas de cuidado eran lo que quedaba a la vista. Estaba en Buenos Aires. En un segundo momento estaban dirigidas a la dirección de una amiga en Buenos Aires y luego, de un amigo mexicano.

"Me alegra por su seguridad personal el que haya podido abandonar Buenos Aires: siguen llegando aquí,(París) noticias muy alarmantes sobre la situación de los uruguayos que todavía están allí, (Buenos Aires)."(1)

Las dictaduras transformaron esta zona sureña en cementerios y enterraderos. Vivíamos tiempos de horror, cada día, un nuevo trozo de la vida del país, y de nosotros mismos se perdía, y no era sustituible. Simplemente dejaba de existir. Nos tocaba enfrentar los vacíos que nos quedaban. Aunque lo perdido nos habitaba, y nos arrojaba a otras geografías y a otros vínculos. No era cuestión de cambiar de amores sino que lo que ocurría a nuestro alrededor, nos obligaba a modificar nuestros vínculos sociales e interpersonales.

Lo perdido, los muertos, los presos, los desaparecidos estaban todo el tiempo presentes, y más presentes en la medida, en que los vivos no hacíamos todo y en ese momento no era posible hacer todo lo necesario para que esas situaciones genocidas y destructivas pararan. Tendrían que seguir presentes y vivos por mucho tiempo, hasta que los vivos nos ocupáramos adecuadamente de ellos, para que pudiesen morir en paz.

En México, las primeras sensaciones fueron las solidarias, ya que los compañeros uruguayos hacían una guardia de todos los vuelos que llegaban del Sur. Por lo que, desde el comienzo, nadie se sentía tan solo y perdido en ese nuevo lugar. El exilio en México tenía la luz que en esos momentos nuestro Sur no tenía. Viniendo de la noche que cubría al Uruguay, la tibieza de esas tierras me envolvió.

Aunque la sensación de extrañeza, de extranjera nunca me la pude quitar. Viajar en Metro, significaba para mí sentir las diferencias raciales fuertemente, en medio de una nube de indígenas mexicanos de diferentes etnias, mis colores desteñidos. Sentir las puertas que mis colores abrían y las dificultades que podían tener los propios mexicanos por sus raíces mayas o de otras etnias, la maldición de la Malinche en carne propia.

Al pisar tierra firme, uno no sabe cómo le irá en ese lugar desconocido, no sabe cuánto tiempo estará allí. Por un lado, se siente alivio y al mismo tiempo se siente miedo. En México, una forma de sentir fuertemente el alivio, era nutrirme en los Museos y las casas de artesanías. Me llamaba la atención que no me pidieran en ningún lado la Cédula de identidad. Eso constituía para mí, una libertad, un tensión menos de las que venía cargando en los últimos tiempos.

El exilio una vez que comienza, nunca termina. Es definitivo.

El país que había dejado ya nunca más sería el mismo, como yo tampoco lo sería. El proceso de duelo es uno de los desafíos centrales en el exilio, ya que éste es una ruptura violenta y desestabilizadora. Hay que distinguir entre lo que verdaderamente se perdió y lo que se siente en la fantasía, para poder encontrarse con lo nuevo. Sin duda, México fue un lugar excepcional para vivir esta experiencia. Se dieron allí condiciones que permitían sobreponerse a los obstáculos internos y externos para hacer posible el desarrollo de las capacidades creativas y de integración. Hay que aprender nuevos códigos. En este caso, aunque el idioma es el mismo. No lo es. Yo siempre recordaré, un primer viaje en un ‘pesero’ (taxi colectivo de ruta fija) en la ciudad de México. Varios hablaban y yo no entendí nada. Había que descubrir los usos de las palabras así como las entonaciones que varían de una región a otra, de un país a otro. A veces, con sentidos muy diferentes.

"Recibí su afectuosa carta y me alegra saber, que a pesar de las dificultades que debe enfrentar en su nueva situación, su entusiasmo se mantiene y su brío no claudica. Comprendo lo que me dice respecto de sus estados de ánimo cambiantes y muchas veces dolorosos, y su angustia frente a tantas separaciones. Pero me reconforta el que pueda ir solucionando su situación inmediata, y que tenga fuerzas para pensar y desear proyectos de reorganización de su vida a más largo plazo".(1)

En la medida, en que fui encontrando vínculos nuevos y muy valiosos en México, Marie Langer, para nombrar el más importante, mi terapeuta se fue apartando. Poco tiempo después, volví a tener otro vínculo psicoanalítico que constituyó otro referente muy significativo. Pero en esa etapa, fue muy valioso el acompañamiento epistolar que recibí. Era claro que los dos estábamos viviendo experiencias semejantes. Seguramente ninguno de los dos habíamos pensado hasta ese momento, que algo así ocurriría en ese vínculo terapéutico. La historia colectiva irrumpió en el consultorio, y nos echó a la calle, y luego al mundo. Pudimos construir una continuidad que para mí, en esos momentos, fue terapéutica. No todo estaba roto ni perdido.

(1) Trozos de cartas de mi analista.